Cuando aparecieron hace algunos años en mi ventana, las bautizamos como chuchús. Un amigo les decía así a las palomas para alejarlas, pero yo le robé el nombre para nombrar a las tórtolas que se quedan en mi casa, en pleno centro capitalino.
Cada primavera aparecen nuevas chuchús. Primero a inspeccionar, a revisar los maceteros y a traer, palos, hojas y ramas. Después de unos días tienen listo el nido y empieza la temporada.
Pacientemente macho y hembra se turnan para cuidar los huevos y una vez que salen del cascarón, mantienen las largas jornadas de guardianes y alimentan a las crías. Llueva, tiemble o truene, ahí están para sus hijos.
El momento climax es, sin embargo, cuando les enseñan a volar. Chuchú mamá y papá le muestran a sus hijos cómo aletear y dar pequeños saltitos, hasta que llega el instante preciso.
Es maravilloso poder presenciar de tan cerca el milagro del primer vuelo. Ahí está el pajarito nuevo al borde de la ventana. Sus padres lo miran de cerca. Y él, luego de varios movimientos de estiramiento y aleteo, simplemente se lanza al vacío. Con total confianza y suavidad, da el salto. Es bello y conmovedor.
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